sábado, 17 de diciembre de 2016

La historia de Shegun Azpiazu


¿Cómo un chico diestro que no podía estirar el brazo acabó convertido en leyenda? El carisma eterno, la altura incomprendida, el alma de la Parte Vieja. Desconocido y adorado a partes iguales, el primer gigante del baloncesto español. La apasionante historia de Shegun Azpiazu, por Daniel Barranquero.

”Por la Parte Vieja paseo,
recorro sus callejuelas…
de todo lo que me acuerdo,
que me ha dejado secuelas”

“Parte vieja de Donosti”, Braulio Sánchez Vázquez. Mis poemas

Todo arde menos calle Trinidad. San Sebastián llora, San Sebastián muere. Es 1813. Es 31 de agosto. Las tropas anglo-portuguesas han incendiado la ciudad, después de aprovecharse de la confianza de los lugareños. Verdugos con disfraz de liberadores. Los que horas antes pedían agua y vino, ahora asesinan a sangre fría, violan, saquean e incendian.

Solo un lugar, allá donde estaban los mandos ingleses y portugueses, escapa del fuego y se convierte en símbolo de resistencia. En metáfora real, tangible, de lo que alguna vez fue. En recuerdo cuando cayeron los muros, en historia cuando se recuperó la alegría. La calle Trinidad transformada en calle 31 de agosto, extraña paradoja de la que nunca ardió.
La leyenda de la Parte Vieja. El corazón de la Parte Zaharra.

El epicentro del pintxo, al pie del Urumea. La Basílica de Santa María del Coro, el Convento de San Telmo, la Iglesia de San Vicente, impasibles al tiempo. Las casas de color y sueños, los bares de vino y risas. Las calles que rimó Celaya, el alma de Shegun Azpiazu. Era su barrio. Era su calle. Fue su vida.

El ascenso del gigante

Segundo no era un niño normal. Nacido un 11 de febrero en esa Parte Zaharra que siempre fue de su mano. Koxkero orgulloso, hijo de pelotari, alto hasta lo inimaginable, sin mesura. Y sin adivinar entonces que aquella inoportuna caída jugando al fútbol iba a marcar su futuro, por una lesión mal curada. Su brazo derecho, escayolado, creció con la presión del yeso y su desviación ósea nunca encontró solución en el quirófano. Su brazo, simplemente, jamás volvió a quedar recto, algo que no detuvo a Gasca en su obra más personal.

Artista del banquillo, renacentista en la banda, loco y genio, Josean Gasca se pellizcaba cuando descubrió a Azpiazu con solo 17 años, camino de sus 210 centímetros de inocente utopía. ¿Qué eres diestro y no puedes jugar con la derecha? Habrá que probar con la otra mano. Que no hubiera probado con el básquet antes, ayudaba. Moldeado con instrucciones básicas –“así hay que moverse, así que hay que tirar, así debes colocarte para el rebote”-, con tanta fe como horas, el adolescente entró muy pronto a formar parte del Atlético San Sebastián, un modesto equipo que ya olía a revolución.

Aquella segunda división se escribía en blanco y negro. Grupos geográficos, enfrentamientos regionales que eran guerras, secretos que morirán con sus protagonistas. Si la batalla era romántica, a poeta nadie le ganaba a Gasca. “Tenía obsesión por los grandes, veía mucho baloncesto americano y quería altura en su equipo”, relata Xabier Añua, que también participó en aquellas operaciones altura con los Díaz Miguel o Pepe Laso, en busca de los centímetros que aún nadie había visto.


Canchas descubiertas, lluvia que rompía partidos -y qué mal le sentaba a tan técnico equipo-, suelo de mármol, y sueldos en función del estado civil: 3.000 para casados, 1.500 para solteros. Era otro baloncesto, el de duelos en el cielo contra el otro gigante de la época, Fede Alonso, del Águilas de Bilbao –“eran derbis sangrientos”- o el de entrenamientos ensordecedores, con los altavoces sonando, para acostumbrarse al ruido del Frontón. Y de 10 a 12 de la noche, una vez acababan los pelotaris. Aquellas cenas que eran libros cantados, con los Gasca, Añua, el joven delegado Trecet y el futuro 3 estrellas Michelín Subijana. Y, al frente, un grupo de amigos de la tierra, altos como ninguno, dispuestos a ser eternos.

De Segundo a Segun. De Segun a Shegun, entrañable como él. Tranquilo, calmado, el equilibrio a la sangre desbordada de Gasca, que se iba haciendo entrenador mientras sus discípulos se hacían jugadores. Su 2,10 parecía aún mayor cuando pisaba la pista. Gigante defensivo, de peso, ideal para impedir el primer paso del contraataque solo con abrir sus brazos, con generosidad y entrega. Frente a la lentitud, intimidación. Frente a su brazo, cabeza. Y la virtud del pase. “Ha sido el primer 7 pies del baloncesto español… ¡y jugando en 2ª!”, exclama Trecet. “Naturalmente, el rebote era nuestro. Hablamos de una era en la que el pívot de la Selección, Alfonso Martínez, medía 1,94. Llegaba al aro sin saltar en la época en la que con un mate podías cargarte el tablero. Aquello no se movía. Imagina el espacio que ocupaba”.

“Nunca buscaba su lucimiento personal”, remarca Iñaki Almandoz, el benjamín del equipo entonces, hoy presidente del Askatuak. Hace solo unos días, ordenando, se encontró un papel con más de medio siglo de vida. Era una carta de la Federación Española en la que se hablaba de su preselección y de un inminente viaje al otro lado del charco que jamás llegó. Transcurría el 65, un año después de ser declarado mejor baloncestista guipuzcoano, repitiendo en el 69 y en el 73. Era en el verano de su paso por el quirófano, ese que iba a sanar por siempre su lesión. Tampoco ocurrió. El doctor Navea se echaba las manos a la cabeza en aquel día de agosto en Barcelona. La desviación era de carácter óseo y la operación, con los medios de la época, solo serviría para aliviar, nunca para curar. Su anhelo de ser internacional quedó en el limbo. “No me sorprende. En aquella época había un lema: ‘Somos buenos y bajitos’. Más bien, los altos no jugaban, llegaron más tarde”, explica Aíto García Reneses, mientras que Ramón Trecet añade el factor de la invisibilidad de su equipo en el plano mediático y Xabier Añúa incide en el carácter reservado del jugador: “Le gustaba jugar, ganar y competir, pero no destacar. No era ambicioso y nunca se puso en el foco”.

Empero, alejando de la realidad, el mundo parecía más bonito, cual cuento de hadas, cuando se reflejaba en el mármol de Kursaal. Frío, amenazante, casi místico, con lámparas de araña mirando, con los espectadores del cine de al lado quejándose de los parones de la película a causa del ruido. Con Oscar Robertson pasando por allí para una exhibición, invitado por Gasca, escandalizado por las suelas desgastadas de Shegun. Con Guruceta, el genial hermano del aún más mítico árbitro de fútbol, inventando la figura del 3 alto -su 1,94, para un alero, era toda una declaración de guerra en aquellos tiempos-, con Monsalve rozando los 2 metros en la posición de 4 y con Azpiazu dominando cada aro para acabar de abrazar la gloria. Era el 67. El ascenso había llegado.



Una huella en el Palau

Almandoz repasa fotos, buscando un imposible. Azpiazu no estaba. Seat 600 transformados en descapotables, camino triunfal por el Paseo de la Concha, el Ayuntamiento vestido de gala. La ciudad en la calle y héroes recibidos como tocaba… sin rastro del más buscado. Y es que Shegun, justo después del histórico ascenso en Gijón, estaba haciendo la mili en Jaca. Acudía a los viernes, entrenaba, jugaba, y vuelta al cuartel de Jaca. Ese día no fue excepción para aquel que tuvo que jurar bandera de paisano, al no existir uniforme de su talla.

El de la Parte Vieja no pudo disfrutar de la fiesta… mas sí de sus consecuencias. Gasca volvió a ser el más listo de la clase. “En esos años no había pretemporada y los equipos se iban poniendo en forma con el paso de los partidos”, recuerda Trecet. “Los citó a todos el 1 de agosto y, con la ayuda de un preparador físico fantástico, les puso a correr por playa y montaña”. Los frutos, desde el primer partido: “Debutábamos contra el Picadero y Alocén dijo en la radio que esperaban una victoria rapidita. Ganamos. Nunca olvidaré ese partido ni las palabras de Codina, sobre Azpiazu, nada más terminar: ‘¿Pero de dónde habéis sacado a ese?’”

Cinco hombres de la casa, muy poco dinero pese al patrocinio de Fagor y una temporada maravillosa, de locura, en la que a los imposibles se le caían los prefijos. “El 'cuidado con estos' se iba extendiendo por la Liga. Vino el Madrid de Luyk, el de las estrellas, con el que había que ponerse gafas de sol de tanto que brillaba. Pero ellos no habían visto a Azpiazu ni a Zabaleta y no se esperaban algo así”. Pique previo de Gasca con Ferrándiz“tiene más cuento que Sara Montiel”-, cinco canastas seguidas de Manu Moreno, Luyk anulado por Shegun y un público que no se lo creía. El ascendido tumbaba (73-70) al campeón. Los Sainz, Sevillano, Rodríguez o Emiliano no podían con los García, Guruceta o Azpiazu. El éxtasis. “Cuando acabó el encuentro, Ferrándiz me dijo solo tres palabras: ‘Cristo, Cristo… Cristo’”

El escaparate, por fin, era el ideal. “El jugador destacado mediáticamente de aquel equipo era el 7 pies”. Y su Atlético San Sebastián, la gran revelación liguera, con un 5º puesto cargado de orgullo y mérito. Un buen día, al final de un entrenamiento en el Frontón, le contaron a él y a Zabaleta que estaban preseleccionados para los Juegos de México 68. Solo su compañero pasó el corte. Sin embargo, la montaña ya estaba escalada y no tardó en descubrirlo. Xabier Añua, que le conocía muy bien de sus días como técnico en Vitoria y de las charlas nocturnas donostiarras, pensó en él para un Barcelona aún con piel de cordero. “Pasé con cuatro duros una temporada en Nueva York, para estudiar baloncesto, y a la vuelta tenía claro que los bases tenían que ser muy bases y los grandes, muy grandes. Me dieron un equipo de parte media-baja, lleno de juniors y pensé en Aíto, que a los tres meses sabía ya más que yo, y en Azpiazu, por su juego de equipo y capacidad para el rebote”.

Por aquel entonces, hasta el blaugrana parecía de una tonalidad diferente. El Palau en calle Lleida, lleno de goteras. Entrenamientos al aire libre… y con protestas cuando el técnico propuso hacerlos de forma diaria y no solo tres veces por semana. Si era de mañana, los universitarios faltaban. Lunes de comilonas sin límite a cargo el preparador, que trabajaba en un matadero. Noches de técnica individual hasta las tantas. O merendolas de libros y películas en la casa de Paco Bernal, con el donostiarra pasándose en ocasiones para aprender callado. Shegun combinaba dobles sesiones de trabajo con su primera experiencia allende la Parte Vieja, donde la vida parecía más complicada. Aíto facilitó la transición. “Eran cortados y acabaron llevándose maravillosamente bien”, recuerda Xabier. Reneses asiente: “Vivimos juntos un año en Paseo de Gracia, en casa de mi tía política, que se quedó viuda”. Por el camino, mil anécdotas: “Tenía una Lambretta y a veces él se venía conmigo. Yo contaba que cuando la gente nos veía por detrás, decía: ‘mira, Azpiazu en moto’. Y si nos veía venir por delante, exclamaba: ¡Mira, Azpiazu en moto con un tatuaje en el pecho!”

En el Seat 850 del entonces base barcelonista acababan entrando Aíto, Mansuet Camps, Manolo Flores y el propio Azpiazu, que llegó a quitar el asiento delantero de su 600 para poder conducir desde la parte de atrás. En otra ocasión, inspirados por el anuncio de Chamberlain de una aerolínea para promocionar la comodidad de sus asientos, García Reneses y Costa se dirigían a la azafata para pedir asientos anchos, que para eso eran un equipo de baloncesto. La azafata les acomodaba sin inmutarse en asientos normales… hasta que aparecían Azpiazu y el otro gigante Carmichael para provocarle sudores fríos. “Era un básquet que se prestaba a la broma, muy apasionado”, apunta Añua, cuya apuesta empezó a funcionar: “Carmichael medía 2,08 y jugábamos con dos enormes cuando el resto tenía pívots pequeños. Shegun sabía lo que había que hacer: cerraba rebote, anotaba si se la daban abajo y repartía asistencias”.

Y llegó la inauguración del Palau, un 1 de noviembre del 71. Y volvió el Madrid de Luyk a cruzarse en su vida, con idéntico resultado. Cuánto le costaban los hombres mucho más bajos y qué bien se le daba Clifford, al que le robó mil rebotes aquel día. Nadie le hizo temer tanto. El animador Tortosa perdía la voz, el partido se quedaba en casa y Añua se convertía en el primer entrenador en salir a hombros del recién inaugurado pabellón barcelonista, un recuerdo imborrable para ambos. ”Lágrimas blaugranas”, se leía al día siguiente en periódico. Supuso el principio de una etapa, con el Barça subcampeón, que acabaría derivando en títulos y días dorado. A él le pillaron ya lejos.

“Nunca pensó en su techo sin el problema del brazo, era una persona sencilla y no hacía castillos en el aire. Él tenía sus limitaciones, pero también los demás”, recuerda Aíto. “Era lento y no supimos jugar bien con hombre de sus características, estábamos acostumbrados a jugar sin pívots así, no sabíamos pasar dentro”. Incluso así, dejó su huella en solo dos temporadas, con una anécdota y un legado antes de despedirse. Una noche, en un amistoso del Barça contra España, Shegun se pudo vengar de su no-convocatoria, con el Palau pitando a la Selección (¡en tiempos de Franco!) por las ausencias de Azpiazu y Soler. Después de eso, aumentó el patrimonio barcelonista con un tal Solozábal. Sí, Nacho Solozábal.

Añua no lo olvida: “Era un estudiante de matrícula de honor y sus padres ni querían oír hablar de baloncesto. Empezamos a acudir al restaurante familiar día tras día y Aíto les intentaba convencer de la compatibilidad de deporte y estudios. No había forma. Él propuso hablar en euskera a la madre y ella pensó que era de los suyos. Tras muchísimos chuletones por el camino durante esos dos años, les convencimos. Consiguió a una estrella”. Su herencia había calado muy hondo. Y no tardaría en comprobarlo.

Un epílogo (casi) perfecto

¡Ay, el Kas Bilbao! Cuántas historias entremezcladas, cuántas emociones antagónicas. El viejo Kas Vitoria del propio Añua, despedido para poner a un amigo de Dalmacio Langarica. Las protestas en la ciudad, el boicot a la marca. El cambio de sede a Bilbao, la bofetada al pasado. El dinero que llovía, el proyecto faraónico, el espejo del ciclismo. Los fichajes de renombre, el mito de Lester Lane, la ambición por las nubes. Y la rápida caída.

En mayo del 72, mientras Azpiazu daba sus últimos coletazos como barcelonista, una tragedia sacudía al baloncesto nacional. Pedro María Izaguirre, pívot titular del conjunto bilbaíno, enfermaba de fiebres tifoides. A los diez días, con solo 24 años, se confirmaba su fallecimiento. El Kas Bilbao se tambaleaba, hasta el punto de que su continuidad estuvo en entredicho durante todo el verano, y más tras el ascenso del Fiber-Kas. La solución salomónica derivó en fusión de este último con el Águilas y en mantener el hilo de vida, con un 30% menos de presupuesto y sin la estrella Iradier, traspasada al Barça. En esa operación entró Shegun, que puso en pie al Palau en su regreso como rival: “Como conmigo hicieron, le aplaudieron durante minutos. Era uno de los suyos y lo logró siendo de fuera. Enganchaba”.


“Hemos puesto los pies en la tierra y reconocido nuestros límites. No hay que despilfarrar el dinero cuando parece imposible desbancar a los grandes. Iremos a por la cuarta plaza”, aseguraba el presidente, que ni bajando objetivos logró cumplirlos. Sextos en la 72-73 y quintos en la 73-74, en la que jugaron en Korac contra el Antibes de Añua. Los 23 puntos de Azpiazu en la ida adelantaban en la serie a los Capetillo, Sagi Vela, Guimerá, Moreno y compañía, si bien su ex entrenador rio último y mejor, con remontada en tierras francesas. Por si faltaba algo, Webster añadió una buena ración de polémica. Escándalo en Badalona. Un puñetazo suyo a Santillana derivó en una recordada batalla campal. 6 partidos de sanción al americano, sí, mas un castigo tal vez severo al conjunto badalonés, lo que indignó a la afición verdinegra y al propio público catalán. Otra vez la palabra “boicot” a escena, con la marca de refrescos en entredicho a causa de un incidente que terminó de incendiar el proyecto. En 1974, el Kas Bilbao había muerto. Para colmo, un lío burocrático sin sentido por su contrato con el club, en el limbo, le dejaba un año alejado de las canchas, algo que parecía el fin de su carrera. Sin embargo, a muy pocos kilómetros, un grupo de hombres, un grupo de amigos, se encargaba de dibujar el perfecto epílogo a su carrera.

El Atlético San Sebastián matagigantes ya era solo parte del pasado, ya que el club polideportivo renunció a un conjunto de élite por su alto coste. Pocos antes, Zabaleta, la estrella en los tiempos de Shegun, aceptaba el puesto de profesor de educación de educación física en el Colegio Don Bosco de Rentería. Al poco, entre clase y clase, descubrió que el equipo de básquet era muy potente, animándose a ejercer de jugador-entrenador. Coincidiendo con una reestructuración de la categoría de plata, el equipo ascendió y Zabaleta dio un paso atrás. Olía a tarea para Gasca. “Le faltó tiempo para venirse de Francia, pese a ganar menos dinero que allí”, rememora Trecet, que vivió de cerca el nacimiento de un nuevo club, el orgullo eterno de Almandoz: “Conseguimos patrocinador, Dicoproga. Y apostamos por la vuelta de Azpiazu, que se propuso volver a casa tras 5 años fuera. Y eso que iba a cobrar calderilla, unas 3.000 pesetas al mes. Deseaba colaborar en el proyecto y Gasca le convenció. Acertaron”.

A pesar de su año en blanco, el 7 pies recibió ofertas procedentes de Badalona (Círculo Católico) y Lugo. La del Dicoproga, además, venía acompañada de un trabajo estable fuera del baloncesto, lo que le sedujo del todo. “Estoy en una buena edad para ser pívot, quizá me cueste más entrar en forma, pero habrá tiempo”, afirmaba a su llegada. Profecía cumplida. Madrugones para trabajar, las tardes para entrenar, los partidos para disfrutar y la Parte Vieja, su Parte Vieja, para celebrar, para perderse, para vivir su lustro de ausencia. Los hermanos Aramburu, el renacer de Zabaleta, la clase de Ubarretxena, la segunda juventud de Azpiazu y el carisma de Ed Robota, idóneo para la categoría. La fórmula funcionaba. La grada repleta y la magia desbordada en una época de cambios sociales en la que se empezaba a vislumbrar la democracia. Gasca lo había vuelto a hacer. “Ese primer año ascendimos con siete jugadores de la ciudad, uno de Vizcaya y un americano. Fuimos campeones con dos jornadas de antelación”.

El jugador más alto del país, regresaba a la élite a lo grande para refrescar la memoria de los que le habían olvidado, como al propio Saporta tras merendarse, por partida doble, al potente Vallehermoso de los Fermosel, Joe Llorente o Del Corral. Y si en el periodo estival Ed Robota se volvía a su país -con 10 txapelas para sus amigos de Buffalo, ¡quién pudiera verles!, Gasca se sacaba de la chistera a Dave Russel. Más glamour para un equipo que cuidaba el marketing. “Gasca le dio el toque de Dico’s y usaba su toque mágico para encontrar aleros que cogieran muchos rebotes y tiraran bien”. Nadie que viera jugar a ese equipo ha olvidado su desparpajo, su ilusión, la electricidad que trasmitía y que le llevó hasta la quinta plaza en su estreno. El billete a Europa. Del colegio a sellar el pasaporte en unos años de ensueño.

No, no había casi una peseta y entre las rosas hubo espinas, claro. Un día, a Russell, unos locos le rompían un dedo y al otro alguien colocaba una bomba en el club durante una tómbola. Empero, el Dico’s siempre encontraba la forma de esquivar los problemas para estirar la nube, para exprimir cada duro que entraba en club. “Azpiazu era austero y no despilfarraba y supongo que con el dinerillo de Barcelona y Bilbao le compensó. En lo deportivo, seguro. Él era el padre de todos, la figura. Disfrutó del baloncesto como nunca”.


Y las anécdotas volvían. Ni siquiera era ya el récord de asistencia en el Velódromo de Anoeta contra el Real Madrid (6.000 personas) o el éxito europeo. Cada jornada, como en sus tiempos dorados, era una anécdota, un relato para el futuro. Como cuando contra la Penya Gasca había ideado el plan perfecto para vencer a su bestia negra. ¿Que nos presionan a toda pista? Balón al base al sacar de fondo, que se vaya hacia un lado, engañe dándole el balón repentinamente a Shegun, que estará también bajo la canasta y será el que sacará de fondo por sorpresa. Pase de fútbol americano, canasta nuestra y a celebrar la victoria, exclamaba el genio del banquillo donostiarra. Solo falló lo último. “Mira que lo tenían ensayado, pero a la hora de pasar, como era tan alto, el balón dio en el tablero por la parte de atrás, le rebotó en la cabeza y cayó al suelo. Perdieron el partido”, cuenta Añua entre carcajadas. ¡Yo es que me moría, me dio mucha pena! En esos años no entrenaba e iba a sus sesiones, lo habían preparado tan bien…”

Nuevamente en los periódicos, más atención de los medios. Si le tocaba ir a un plató de televisión, Pedro Ruiz le recibía durante una entrevista seria que tornó en humor puro cuando, tras verse ambos a la misma altura, el plano se iba abriendo con el fin de mostrar que el periodista estaba subido a una escalera para igualarse al entrevistado, sin ningún tipo de complejo. Las canastas del “14” retumbaban más. Su tirito a media vuelta, sus tapones, su idilio con el rebote. Y, por encima de todo, fuera de la cancha aceptaba con naturalidad por fin ser el centro de todas las miradas, como confiesa su amigo Aíto: “Le costó adaptarse, un 2,10 en esa época era muy impactante y él solo estaba cómodo en la Parte Vieja, aunque lo fue superando. Una vez, yendo camino de su tierra, paramos en un bar de Navarra a tomar algo y estaba lleno de señores tomando vinos. Él vio su reacción, me miró y me dijo: ¿Ves? Soy la sensación. Eso no lo hubiera dicho antes”.

Parecía el final del viaje. El baloncesto le había dado todo lo que la vida le hubiera negado por sus 210 centímetros de doble filo. Y su cadera gritaba pidiendo tregua, sacando bandera blanca, tras la advertencia de un médico que le habló incluso de un futuro de silla de ruedas en caso de seguir jugando. No obstante, si en ese momento le hubieran dicho lo que estaba a punto de ocurrir, Azpiazu se hubiera animado a eso de la ruleta rusa…

En el nombre de Gasca

Todo pasó muy rápido, como sucedía todo en la vida de Gasca, acostumbrado al precipicio y al cielo, a lo intenso de cada aventura. Russell, el americano maravilla, fue traspasado al Pau Orthez. Meses más tarde, se estrelló con el BMW que se compró tras su fichaje, conmocionando a la ciudad con su muerte y siendo repatriado con honores militares. En verano, tras su marcha y la retirada de Azpiazu, la elección parecía clara entre el gigante Beasley y el desconocido Essie Hollis. “Nos quedamos con Hollis”, sorprendió Gasca. “Necesitamos a alguien que encandile”.

“Lo suyo no fue fichar a una perla… era contratar a San Dios Bendito”, exclama Trecet, aún impresionado por la paranormal intuición de Gasca, que aún intentó convencer a Shegun una vez más, proponiéndole sacarse la ficha y a la vez ser su ayudante. Solo aceptó lo último, consciente de que hubiera acabado sucumbiendo a la tentación. Le faltó la bola de cristal. “Muchas veces me dijo Azpiazu que, si hubiera sabido que iba a jugar con Hollis, se queda un año más porque se lo hubiera pasado bomba. Y viendo como jugaba Ellis y como nutría de puntos a los pívots, le hubiera hecho internacional”, sostiene Almandoz, que disfrutó como un aficionado más cada capítulo de dibujos animados que regaló el de Pensilvania.


Era el estreno oficial del Askatuak (el equipo de “los libres”), en una 1977-78 que el gigante de la Parte Vieja vivió desde el otro lado de la pista, como ayudante de su padre baloncestístico. Otra vez a Europa, el último caramelo de un cuento de hadas que se nubló con los problemas económicos -ni siquiera el mítico Nate Davis logró evitar el descenso, a lo que le siguió otro- y que murió del todo cuando el corazón de su arquitecto, el poeta Gasca, dejó de latir para siempre. Ocurrió un 7 de diciembre del 82. Hundido y con ganas de desaparecer, Shegun volvió a mostrar su amor al club con un gesto que nunca hubiera querido protagonizar: coger las riendas del equipo en su peor momento. El todavía hoy presidente se emociona si vuela a aquel instante: “Él había entrenado a infantiles y juveniles y en esa campaña ejercía otra vez de ayudante en el primer equipo. Le supliqué que nos ayudara, estábamos huérfanos y él era el relevo natural. No quería vivir del básquet y respondió que nos ayudaba con una sola condición: no recibir dinero. Estuvo casi 5 años y no me cobró ni una peseta”.

Alejado otra vez más del primer plano mediático, refugiándose en su cuadrilla, su Parte Vieja, sus viejos amigos con los que potear y un carisma arrollador, Shegun Azpiazu volvió a salir victorioso de una batalla que parecía perdida. En 1985, devolvía al club, entonces Pacharán La Navarra, a Primera B, tras una fase de ascenso inolvidable en Córdoba. Meses después, con Ellis de vuelta y a sus órdenes, volvía a un segundo plano al renunciar a un banquillo que nunca pidió, por no poder ofrecerle al equipo toda la dedicación que requería. “Entrenaba como jugaba. Le vi dirigir varios encuentros y era idéntico. Siempre muy tranquilo, muy atento a lo que hacer, sin protestar jamás. Tenía sentido común, conocía al equipo y lo hizo muy bien”, sentencia Añua.

Sus últimos guiños en el mundo de la canasta le llevaron a ser, con 40 años, subcampeón regional de Guipúzcoa… ¡vistiendo otra vez de corto! Para darle más épica, de la mano de viejos rockeros del Atlético San Sebastián como Guruceta, García o Laborde. El presidente aún se acuerda: “Eran los amigos de aquel equipo de los 60. Quedaban, jugaban y se iban de cañas. Se llamaban ‘Agureak’, algo así como los carrozas, los viejetes. No tendrían facultades físicas pero sí técnicas. Además, a nivel provincial… ¡a ver quién leches le quitaba un rebote a Shegun!”

Década de los 80, nacimiento de la ACB, una sociedad muy diferente al de veinte años antes, un baloncesto ya en color y tan diferente al suyo. ¡Con hombres altos! Ahora sí, maldita sea. Tocaba pues una despedida, esta definitiva, colosal, poética y literaria, como si le hubiera prometido a Gasca que su anhelo de ACB vería un día al Askatuak, vería un día a Azpiazu, aunque fuera desde el banquillo, aunque fuera como ayudante, aunque se retirara en ese verano del 88, tras alcanzar el cielo de las tres letras en un curso mágico. Aunque su club del alma, sin recursos, se fuera al año siguiente para no volver ya más. Él tampoco lo haría.

Famoso no… ¡popular!

“No sé qué pasa en Donosti que les encanta la cuchufleta”, asegura el sonriente Añua para explicar el carácter de Shegun y su relación directa con la Zaharra donostiarra. “Nació, vivió y murió en la Parte Vieja. En la calle 31 de agosto, además. Allí tenía su mundo. Vivió siempre en casa de los padres, en ese lugar. Cuando se mudó, se marchó a cincuenta metros de distancia”. Extraña menos, pues, ver al otrora reservado, siendo el rey de los Carnavales vestido de novia junto a decenas de amigos y a Popotxo, de la Orquesta Mondragón. O, más tarde, disfrazado de Caperucita Roja para volver a ser el centro de todas las miradas.


‘Txikitear’ con la cuadrilla, una religión. Y las religiones tienen sus normas. “Podías verle poteando en cualquier momento con sus amigos de la infancia”, apunta Trecet. “Le preguntabas al de un bar por dónde andaba Shegun, miraba la hora, veía que eran las 12 y te decía exactamente en qué lugar estaría”, relata asombrado Añua. Almandoz ya se acostumbró: “Le conocían hasta las pulgas. Su ocio y su vida se hacían allí. Todo el mundo le saludaba, era parte ya del paisaje de San Sebastián. Sus disfraces, sus sociedades gastronómicas, los que le recordaban del baloncesto. Pero él decía que no era famoso… él era popular”.

Paradójicamente, todo lo extrovertido que era de pote en pote, se transformaba en discreción respecto a su vida privada. El baloncesto quedaba a un lado en plena implicación con los Talleres Gureak, una empresa que daba y da trabajo a minusválidos y discapacitados, para dignificar sus condiciones de vida. Otra vez a vueltas con el contexto. En plenos 80, la batalla no fue sencilla: “Todo comenzó con una serie de padres que tenían a hijos con discapacidad marginados por la sociedad”, relata Almandoz. “Se embarcó en la aventura, como responsable de temas financieros, volcándose en ello el resto de su vida hasta la jubilación. Hoy es un grupo con red de gasolineras, servicio de correos, limpieza de edificios. Creyó en algo que hoy da trabajo a 5.500 personas”.

“Desde el anonimato, llevando contabilidad, se convirtió en el puto amo”, remata Añua, orgulloso de un amigo que no solo era reservado con su trabajo. “Había vivido solo muchos años pese a ser el hombre ideal por todas sus cualidades humanas. Luego se echó pareja pero la conocí menos por su discreción”, cuenta, en una versión que coincide con la de Almandoz: “¿Te puedes creer que se casó y no nos dijo ni hostia? ¡No avisó el tío! Nos metíamos con él y nos respondía… ‘¿para qué os voy a avisar? ¿para que me hagáis regalos?’” Genio y figura.

Sus instantes de popularidad, solo en la Parte Vieja, pensaba, alérgico a cualquier otro homenaje que fuera más allá de esas calles. Y ni el baloncesto ni el ascenso del GBC -su alma seguía gritando Askatuak- fueron una excepción, rechazando incluso el homenaje de su adorado club. “Le íbamos a montar un partido tremendo, con su medalla de oro del club, su fiesta por todo lo alto, su camiseta ondeando… nada, no hubo manera. Me dijo que si le teníamos que dar algo que fuera en una cena íntima con los históricos del club. ‘Me basta con el cariño de los míos y así no os gastáis dinero’. Y se llevó la medalla así, sin más”.

El abrazo con Robota, con Ubarrechena o Aramburu. La alegría de volver a ver al mito Ellis. Shegun pudo estar presente en los actos de celebración del 40ª aniversario del Askatuak, reencontrándose con su otra cuadrilla, la del básquet, la de los únicos que pudieron entender su dimensión real en una pista. Para entonces, ya estaba enfermo. Pero hasta esa guerra la cerró con la cabeza alta.

El adiós a un amigo

“Llevaba luchando 7 años”, explica Almandoz, mucho más un amigo que un viejo compañero de trabajo. Todos los protagonistas de esta historia lo fueron, lo son y lo serán para siempre. Todos estuvieron de una forma u otra ahí. “Los primeros cuatro años se valió por sí mismo, la medicación no le hizo tanto. Sin embargo, a partir de una operación de cadera, empezó a tener que acudir a revisiones. Propuse hacerle de chófer, no cabía en un coche cualquiera y él me había ayudado a mí antes. Estrechamos aún más los lazos e incluso le decía a sus familiares que ya iba muy cómodo conmigo”.



De comilona en comilona, la herencia del viejo amor a las sociedades gastronómicas, el de la Parte Vieja fue reencontrándose en los últimos tiempos con aquellos que le acompañaron durante sus 72 años de vida. Y si no podía, era por un buen motivo. “La última vez que le llamé, no me lo cogió y al tiempo me comentó que estaba peor. Hasta entonces, cada vez que viajé a San Sebastián le avisé para tomarnos algo”, relata Aíto García Reneses. “Le dijeron que tenía que andar y siempre iba Concha arriba, Concha abajo. Llevó muy bien el cáncer porque era un personaje fantástico”.

Por su parte, Trecet se queda con un gesto, el de sus abrazos imposibles, el de sus abrazos sinceros: “Cuando iba a la Parte Vieja me daba la mano y me daba las gracias por hablar siempre de mis raíces y mis maestros. Iba con mi hermano a un restaurante cercano a su casa y era muy emocionante verle porque fue para mí un referente. Todos sabíamos que estaba enfermo pero él cuando te veía nunca te hablaba de su enfermedad, no tocaba el tema. Te veía, se inclinaba y te perdías ahí en el abrazo”.

Añua también prefiere sonreír recordando sus últimos encuentros. “Él paseaba por la Concha, se leía el periódico y se volvía a la Parte Vieja. Una vez me lo encontré y no me reconoció porque me había rapado. ¡Menos mal que estaba mi mujer! Ya cada vez iba más lento y Manu Moreno me decía que estaba muy malico. Eso sí, cuando nos cruzamos, por muy lento que fuera él no paraba y yo tenía que ir dando vueltas con mi bici para conversar con él”. Orgulloso hasta el último día.

El pasado 1 de diciembre, el teléfono de Xabier sonó con la peor de las noticias. Era el propio Manu Moreno, otro de los imprescindibles, desde el maldito tanatorio. Nada de funerales religiosos, ni de actos multitudinarios. Él no lo hubiera querido. Almandoz, que se dirigía a Barcelona para la comida de fundadores de la ACB, regresaba inmediatamente a Donosti, consciente desde su último encuentro, un mes antes, de que su viejo amigo se había quedado sin fuerzas.

Y Donosti se quedó en silencio. Y la ciudad volvió a arder, dos siglos después, con lágrimas en lugar de fuego. Se había ido un trocito de historia, un cacho de tierra, una parte de su corazón. También del de Iñaki Almandoz: “De repente se va una persona que está siempre en la calle, tan destacado por su altura y por su buen humor, y la ciudad se queda huérfana. Era desinteresado, en lo deportivo y lo profesional. Solo él sabe las horas que echó con Gureak o su generosidad con el Askatuak. Nunca pidió nada a cambio y esos proyectos le definen. Generoso y discreto hasta el final”.

“No solamente se ha muerto Azpiazu, se ha muerto una leyenda que forma parte de la ciudad. Era un referente. No se puede contemplar el baloncesto vasco sin él. Azpiazu era nuestro Azpiazu. Y sin Azpiazus no hay Gasoles”, asegura Trecet, cuyo lamento es compartido por Aíto: “Muchos compañeros me llamaron para preguntar porque sabían que tenía más relación con él y porque fue un tío estupendo, todos tienen buenos recuerdos suyos. Se le recordará como una persona bondadosa, con una naturalidad absoluta y muchas ganas de vivir. A mí me encantaba”. El técnico que les unió en Barcelona, Añua, firmaría cada palabra bonita que le dediquen a su antiguo jugador: “Su grandeza es la sencillez y será recordado y querido. Era popular, entrañable y sencillo, lo que todos querríamos ser: un hombre bueno. En un mundo tan individual y poco solidario, él hacía las cosas en silencio. Es un ejemplo de vida”.

Un adiós siempre es triste mas si su vida, como en muchos momentos pareció, fue un cuento, el cuento fue precioso. ¿Quién le iba a decir a chico de los infinitos brazos que iba a protagonizar una historia tan bonita? Cuando tenía 17 años, cuando era el raro, el diferente, el que rompía las reglas del juego por sus centímetros sin precedentes, sus menciones en prensa eran propias de circo, del “más difícil todavía”. “No hay traje para él en la mili”, “Duerme en una cama especial”. “El sastre se sube en una silla para tomarle las medidas”. Su honradez, su trabajo y el cambio de escenario propiciaron un guion diferente -y mejor- para aquel al que el baloncesto, como recuerda Trecet, regaló un camino alternativo. “Te puedo decir que Shegun, sin este deporte, no hubiese tenido una vida tan rica como la ha tenido”.

“Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. Son gritos en el cielo… y en la tierra, son actos”, escribió Celaya, como si estuviera conectado de alguna forma con Shegun por respirar, beber, comer y exprimir como él la Parte Vieja, la que hoy se siente por primera vez anciana, la que hoy se siente por primera vez sola. La bandera del Askatuak tres días a media asta en el pabellón de nombre Gasca, qué ironía. El crespón negro en cada equipo, el minuto de silencio en el Palau. El recuerdo de Mari Jose, las palabras de los que tuvieron la suerte de disfrutar de su humor del norte, de los que tuvieron la fortuna de conocer al pionero. Al jugador y a la persona. En el parqué o en la barra, siete pies de Zaharra.
Daniel Barranquero

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